«El cliente siempre tiene la razón»

el cliente siempre tiene la razón

o mejor dicho

La mentira más grande que le cuentas a tu marca

Tienes esa frase incrustada en el ADN de tu negocio. La repites, la esperas, la temes.

«El cliente siempre tiene la razón».

No es una frase.

Es un marrón… y de los buenos… es un gran arma retórica.

Hace días, quise preguntar por Linkedin sobre esta afirmación para ver qué opinaba mi red sobre ella.

encuesta en linkedin

He reunido unos 60 votos, que no son muchos, pero la distribución es la que ves en la imagen: la mayoría considera que es una frase tóxica y que favorece el abuso.

Prometí mojarme y por eso tienes este escrito en tu pantalla. Aquí verás mi opinión, mi análisis desde el punto de vista de la comunicación y la retórica y por supuesto, investigación y datos, que eso es lo que me gusta y lo que sustenta cualquier hecho.

Son cinco palabras que todos hemos repetido, internalizado y temido:

«El cliente siempre tiene la razón.»

No es un simple lema; es el esqueleto de una máquina de persuasión. Es la frase que mejor demuestra que el poder de las palabras lo cambia absolutamente todo, definiendo quién tiene autoridad en tu negocio, y quién no.

Esta frase es ingenieria social y una mentira diseñada para ser incontestable, y por eso sigue viva, quemando a tu gente y drenando tu caja.

Vamos a destripar esta falacia para que veas cómo funciona su veneno y, sobre todo, cómo desactivarlo.

Antes de seguir leyendo, te dejo en vídeo lo que pienso, pero ojo! si lo quieres todo argumentado y bien armado, no te pierdas la explicación que te doy por escrito donde te pongo datos, razones, protones y neutrones (bueno, eso no).

De Selfridge a la tiranía del consumidor

Mi querida Rocío Santamaría, se preguntaba en Linkedin cuál sería el origen de esta expresión que todos repetimos como loros y sí, me gusta investigar el inicio de las cosas, especialmente de narrativas tan contundentes como esta, que se ha institucionalizado como un pilar inmutable del servicio al cliente en la economía de mercado global.

Esta frase ha evolucionado de un eslogan de calidad a una justificación de la sumisión corporativa, convirtiéndose en una fuente de ineficiencia y daño organizacional.

La frase es comúnmente atribuida a Harry Gordon Selfridge, quien la popularizó en 1909 para su tienda departamental Selfridges en Londres.

harry gordon selfridge circa 1910
¡Hola soy Harry Gordon Selfridge! La lié parda por decir una frase

El contexto original esta frase difería sustancialmente de la interpretación actual. No se concibió como una capitulación ante la exigencia irracional del consumidor, sino como una herramienta de marketing dual: buscaba convencer a los clientes del estándar superior de servicio ofrecido y, simultáneamente, motivar a los empleados a garantizar ese nivel de excelencia.

En su concepción inicial, el objetivo era la elevación de la calidad transaccional en un mercado minorista emergente… pero vaya, seguro que era una gran idea en la cabeza de Selfridge… lo que sucede es que bajo el capitalismo tardío y la hipercompetencia, esta máxima ha sufrido una perversión semántica profunda.

Se ha transformado de un mandato para prestar un buen servicio a una obligación de obediencia incondicional, independientemente de si la exigencia del cliente es sensata o insensata.

La mentira no reside en la aspiración a la calidad, sino en la desviación de su significado hacia una servidumbre que exime al cliente de toda responsabilidad o racionalidad. Esta perversión (porque lo es), es la que abre la puerta al abuso sistemático y sienta las bases para la disfunción interna, elevando el coste marginal de la transacción a niveles insostenibles.

En resumen: date por jodido si tu jefe la utiliza como estandard de la empresa o como «valor» de la marca… ¡hay los valores… cuánto desconocimiento!

El poder absoluto del «Siempre»

La fuerza de la frasecita de las narices, reside en una palabra: «siempre».

Ese adverbio lo clausura todo.

Imagina una discusión.

La lógica, los hechos, las políticas de tu empresa… todo eso está en un lado de la balanza. En el otro, un absolutismo innegociable. La frase te obliga a saltarte la razón (logos) y a aceptar una premisa como si ya fuera una verdad universal.

El «siempre», convierte una recomendación de servicio en una ley inmutable. No deja espacio para la excepción, la duda o el debate.

  • Es un dogma, no un argumento: La frase se presenta como un axioma empresarial, una verdad que no necesita ser probada, solo aceptada. Al ser un dogma, quien lo cuestiona inmediatamente parece ser un mal profesional (hola, soy Ana y puedes juzgarme como quieras, pero cuestionaré narrativas tan peligrosas como estas si me tienes cerca).
  • Cierra el logro: La frase te obliga a saltarte la lógica (el logos) y a aceptar una premisa como si ya fuera la conclusión. Es una falacia lógica: no se argumenta por qué el cliente tiene razón; se declara que la tiene. Punto.

Es un hack a tu sistema de pensamiento. Te obliga a bajar la cabeza antes de que el conflicto haya empezado.

Qué día tan bonito se nos está quedando, ¿verdad?. Seguramente porque esta frase quienes más la utilizan, son aquellos CEO´s que llevan como bandera al «equipo humano»… (te dejo 5 minutos para que te rías).

Lo que no saben estos CEO´s, es que además están cediendo (bueno, eso es demasiado bueno, mejor es que están «regalando») su autoridad y además de la peor manera posible.

El regalo tóxico al cliente (el ethos externo)

El concepto de Ethos (si me sigues me has oído hablar de él en múltiples ocasiones y charlas), proviene del vocablo griego que originalmente significaba «costumbre» o «hábito» y posteriormente evolucionó a «moral».

Las empresas normalmente se rigen por ciertos «códigos morales», a los que suelen llamar «valores» (mal entendidos y mal usados).

Bien, pues si tu eres el dueño de una empresa y adoptas el axioma, le regalas al cliente una autoridad moral preestablecida.

Les estás diciendo:

«Mi estándar es tan bajo que acepto tu criterio como la máxima verdad, incluso si mi equipo dice lo contrario».

Esto genera una expectativa de impunidad. El cliente no tiene que comportarse. Sabe que tiene el poder retórico para salirse con la suya.

¿Y qué pasa con tu equipo?, pues que las palabras los han desarmado y que estás anulando todo su Ethos. Tu mensaje es este:

«La ética y el juicio de la persona que forma parte de mi empresa y que yo he escogido, valen menos que la voz de un desconocido cabreado.»

Es la peor traición. Tu equipo se queda sin su herramienta más vital: la autoridad para hacer lo correcto.

El resultado es el «cliente tirano» que usa el grito, la amenaza o la reseña como palanca.

El desarme del empleado (el ethos interno)

Pero donde el golpe es más duro es en tu equipo. Al anular el juicio del empleado, la frase le quita su única herramienta de defensa: su profesionalidad.

  • Si el cliente «siempre» tiene la razón, ¿para qué sirve la experiencia, el conocimiento o la honestidad de tu empleado? Para nada.
  • Destruyes el Ethos: La empresa traiciona los principios de justicia interna del equipo en favor de la complacencia externa. Esto genera el daño moral (ese trauma de conciencia) y anula el sentido de valía del trabajador.

Conclusión práctica: Obligas a tu equipo a asumir el coste emocional del conflicto por una gestión que ha sido demasiado cobarde para establecer límites.

Toma jeroma, pastillas de goma.

Espera, espera, que sigo…

Las cifras de asumir eso de «el cliente siempre tiene la razón»

La creencia de que ceder ante cualquier demanda del cliente maximiza el beneficio es refutada por las cifras económicas.

La máxima del cliente no es gratuita; implica un conjunto de costes directos (fraude) e indirectos (capital humano) que superan con creces el valor de la lealtad que supuestamente genera.

He intentado sacar algunos datos a nivel global con ayuda de ChatGPT para ver si podía traducir lo que significa esta frase en números, porque así es más dramática… (y lo que me gusta el drama oiga).

El coste más directo, es el fraude facilitado por políticas laxas de servicio al cliente. Esta no es una pérdida marginal, sino una fuga económica cuantificable. Los expertos han calculado que el abuso de políticas corporativas, impulsado por la expectativa de que la empresa siempre cederá, cuesta a los minoristas estadounidenses más de 89 mil millones de dólares (y dolores) al año.

La expansión del comercio electrónico ha intensificado esta preocupación, especialmente para minoristas de nivel empresarial que gestionan miles de transacciones diarias. La dificultad operativa radica en que las empresas luchan no solo contra el fraude tradicional, sino también contra el rastreo y la prevención de si los clientes están abusando de las políticas de la empresa para obtener beneficios deshonestos.

El fraude facilitado por la sumisión corporativa se manifiesta en varias tipologías, destacando la explotación de políticas de devolución/reembolso, el abuso de programas de lealtad, la manipulación de cupones y el fraude con tarjetas de regalo (seguro que alguno de ellos te suenan si eres empresario o empresaria).

La frasecita de las narices, como verás, se convierte en una invitación institucional a la explotación. Los clientes se pasan a ser «compradores astutos» que explotan las empresas para obtener mercancías o beneficios gratis.

La gobernanza de la empresa, al no poder establecer límites claros, transfiere esta carga económica a sus propios márgenes y, en última instancia, al precio que paga el consumidor honesto.

La falsa lealtad

El segundo coste significativo es la inversión ineficiente en clientes no rentables, basado en la falacia lógica de que la satisfacción conduce automáticamente a la lealtad.

Vamos a aclarar este punto, que no quiero que me muerdas:

La lealtad genuina se define como la repetición de compra basada en el valor y la experiencia de marca. Sin embargo, la medición de la tasa de repetición de compra puede ser engañosa, ya que un cliente puede volver por razones puramente instrumentales: conveniencia, proximidad geográfica, falta de opciones adecuadas, o la necesidad de una gestión rápida, sin ninguna lealtad emocional o compromiso con la marca.

Un cliente que requiere un esfuerzo desproporcionado o extraordinario para ser satisfecho —generalmente un cliente que abusa de las políticas o exige la sumisión del empleado— consume recursos que podrían dedicarse a clientes genuinamente leales (y geniales, que los hay y muchos).

Si estos esfuerzos no se traducen en un aumento verificable de la lealtad de alto valor, el coste marginal de la sumisión es estratégicamente injustificado. La empresa invierte en una «satisfacción» a corto plazo, impulsada por la coerción, en lugar de construir relaciones de largo plazo basadas en el respeto y el valor mutuo.

Te voy a dar otro coste, posiblemente el más doloroso si eres empresario o empresaria… lo siento, mi apellido no miente…

La rotación: el coste más doloroso

Quizás el costo más significativo y difícil de cuantificar es el impacto negativo en el capital humano. La obligación de someterse a clientes abusivos y la incapacidad de la empresa para respaldar a su personal generan un alto nivel de maltrato en el ambiente laboral, un coste oculto que erosiona la rentabilidad.

«No todo es tener una máquina de café, fruta, gimnasio o los benefits que te saques de la manga: el personal de una empresa necesita confianza y apoyo.» – Ana Mata, visionaria y moralista empresarial.

La rotación de personal es un efecto directo de esta dinámica, ya que la relación entre la empresa y su personal se ve afectada negativamente por la necesidad constante de gestionar conflictos injustificados y soportar la incompetencia del cliente.

Los costes de rotación son sustanciales, incluyendo la pérdida de productividad, los gastos de reclutamiento, selección y la capacitación del nuevo personal… (y más que seguro que me estoy dejando).

La necesidad de manejar conflictos con clientes difíciles (si has trabajado en cualquier empresa sabes lo doloroso que es esto), se suma a factores de riesgo ya existentes como la sobrecarga de trabajo, el alto ritmo y la presión temporal.

La ironía operativa es que la maximización de la satisfacción del cliente a cualquier precio implica, intrínsecamente, la maximización de la sobrecarga y el sufrimiento del empleado… vamos, una de mis paradojas favoritas.

Desactivar la bomba: recuperar la autoridad

Si la frase es un arma de poder, la respuesta debe ser una estrategia de integridad y límites.

El éxito a largo plazo no está en la obediencia emocional (el pathos). Está en la coherencia y la justicia (el logos y el ethos real).

Consejillos que no me has pedido, pero que hoy los tengo de oferta:

  1. Reemplaza el axioma: Cambia «El cliente siempre tiene la razón» por: «El empleado tiene nuestro respaldo.» El foco pasa de la sumisión a la autoridad interna. Ojo, he quitado el «siempre», que es un agujero negro de la comunicación y trae consigo muchos disgustos.
  2. Codifica el NO: Si un cliente cruza la línea del respeto, el servicio termina. Publica esta norma. Liderar es defender. Y defender a tu equipo es tu primera estrategia de retención de talento.
  3. La rentabilidad del respeto: Un cliente que te valora por tus límites es un cliente leal y rentable. Un cliente que te explota, es un drenaje. Deja de temer la mala reseña y empieza a temer la alta rotación. Deja de premiar la sumisión. Empieza a medir la satisfacción del empleado. Un equipo que se siente respetado y defendido por su líder, es un equipo que produce un servicio de excelencia de forma natural.

La única forma de parar una tiranía retórica es con una declaración de autoridad moral firme.

La tuya.

Así que ya sabes, tu liderazgo es el guion. La frase «El cliente siempre tiene la razón» es el lenguaje de la cobardía. El lenguaje de la integridad es el lenguaje de la rentabilidad.

Cuéntame después de todo, ¿qué palabras vas a elegir hoy? Estoy deseando conocer tu opinión.

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